De chica quería ser maestra, entre otras cosas. Me encantaba inventar listas de nombres, y jugar a que ponía presentes y ausentes, buenos, muy buenos y excelentes. Cuando podía, agarraba a mi hermana de alumna. A medida que fue pasando el tiempo me di cuenta de que no tenía paciencia para enseñar; los demás no entendían las cosas de la manera en que las entendía yo y mis razonamientos no eran de lo más pedagógicos.Ya más grande y cerca del momento de decidir mi futuro, ni loca se me habría ocurrido dedicarme a algo que involucrara hablar en público. Sin embargo, la idea quedó ahí, latente.
Desde hace unos años, la empresa en la que trabajo se une con una fundación educativa y busca voluntarios para dictar distintos tipos de programas (medio ambiente, la ciudad, jóvenes emprendedores, etc). Eso encendió la chispita de hacer trabajo voluntario y reflotó mi curiosidad acerca de dar clases, pero los horarios, los programas y los tipos de escuela no me terminaban de convencer.
Este año, surgió un programa llamado "Las ventajas de permanecer en la escuela". Fanática como soy de la educación, y entusiasmada con la posibilidad de trabajar con diamantes en bruto (no pun intended), me anoté. Era todo un desafío superar mi timidez y los nervios de hablar en público, así que por ese lado también era una buena oportunidad. La capacitación que nos dieron fue muy buena, y luego fui a conocer la escuela, los maestros y la directora, y salí de ahí con una lista de personas reales: Tiziana, Elías, Azul, Alex (nombres que no existían cuando yo inventaba nombres de alumnos para jugar).
Según me habían advertido, los chicos suelen ser muy tímidos y no participan, pero el grado que me tocó fue todo lo opuesto: cero miedo, cero vergüenza, pero también cero ganas de estudiar y cero respeto por las autoridades. Era imposible hacerlos callar, y tenía que repetir los conceptos y las consignas veinte veces. Lo llamativo es que son chicos muy despiertos, que con disciplina y más ganas de estudiar podrían ser mucho mejores. Tienen algunos conceptos muy claros, temas que nosotros a esa edad no hablábamos, pero por otro lado muchos no saben leer (pero en serio, al punto de inventar palabras) y la mayoría no puede escribir el nombre de su colegio sin errores de ortografía.
Fue divertido preparar las clases, adaptar el material que me habían dado para que les resultara más atractivo, pero al llegar al aula sentía que tanto trabajo era al vicio. La penúltima clase estuve a punto de renunciar, pero no iba a dejarme vencer por mocosos de once años. Continué como pude, y al final del curso terminé sacándome fotos con todos, y me di cuenta de que le había tomado cariño hasta a los maleducados.
No sé si lo que hice sirvió para algo. Ojalá me encuentre con alguno de ellos de acá a unos años y me entere.
Aprovecho la ocasión para felicitar a todos los maestros y maestras, ya que me di cuenta de lo difícil que es llevar adelante un grado, y más en una escuela que se cae a pedazos y con alumnos que acarrean todo tipo de problemas.